jueves, 21 de agosto de 2025

X apuesta por el coche eléctrico

 

No era X, aquella a la que nos referimos en la anterior entrada [A propósito de X], pero la llamaremos igualmente así. No era un propietario al uso. Era un extraño, tanto para sus vecinos como para los profesionales que atendían las necesidades y urgencias de la comunidad, que en el caso no eran pocas, como tampoco las necesidades, urgencias y roces que se producían entre quienes la integraban, por las más variadas causas (casus belli, en realidad), molestias, perjuicios, o agravios, a veces tan antiguos como el edificio, que mantenían a la comunidad con un pulso vital irregular, a veces lento, a veces errático y otras  acelerado por motivos que, para quienes se incorporaban como nuevos propietarios, resultaban tan extraños como incomprensibles. 

No era el caso de X, que, ya lo he dicho, nunca se quejó de nada ni de nadie, tal vez en justa contraprestación al hecho de que, por alguna razón perdida en el tiempo —se sospechaba de un antiguo agravio nunca resuelto a su satisfacción, un agravio que nadie recordaba en realidad— nunca pagó la comunidad de propietarios, voluntariamente al menos. Como las estaciones, se sucedían las liquidaciones de deuda, aprobaciones en junta, cartas, requerimientos, monitorios (nunca hubo queja ni oposición), ejecuciones, tasaciones y liquidaciones, Y vuelta a empezar. 

Como X, vivía al margen de la comunidad, y eso no iba a cambiar por haber adquirido un vehículo eléctrico. El hecho no pasaría de anécdota (reforzando, eso sí, las sospechas de tan antiguos como ignotos agravios) si no fuera porque decidió prescindir de la instalación de un cargador de baterías apto para su vehículo, que cargaba directamente en el enchufe más próximo del garaje común. 

¿Era posible hacerlo? ¿Era permisible? La respuesta es evidente, no. No porque recargaba con cargo a la misma comunidad que no pagaba, y aunque o hiciera; y no, porque provocaba el sobrecalentamiento de la instalación eléctrica y de la batería, y un riesgo cierto de incendio, por el tiempo tan prolongado preciso para recargar la batería de un coche en un enchufe común. 

¿Qué tendría que haber hecho X, para hacer las cosas correctamente? 

La normativa reguladora para las instalaciones de recarga de vehículos eléctricos es técnica, por un lado, y jurídica por otro. Desde el punto de vista técnico hay que tener en cuenta la Instrucción Técnica Complementaria (ITC) BT 52 «Instalaciones con fines especiales. Infraestructuras para la recarga de vehículos eléctricos», aprobado por RD 1053/2014, de 12 de diciembre, y desde el jurídico, la Ley 49/1960, de 21 de julio, de Propiedad Horizontal. 

Empezado por esta última, el apartado 5 del artículo 17 tiene el siguiente tenor: «La instalación de un punto de recarga de vehículos eléctricos para uso privado en el aparcamiento del edificio, siempre que este se ubique en una plaza individual de garaje, sólo requerirá la comunicación previa a la comunidad. El coste de dicha instalación y el consumo de electricidad correspondiente serán asumidos íntegramente por el o los interesados directos en la misma». 

No lo exige el precepto, pero parece claro que no bastaría, o no debiera, con un simple «le comunico que voy a instalar un punto de recarga de vehículo eléctrico en mi plaza», lo que convertiría la comunicación en un trámite perfectamente superfluo y prescindible. No cabe olvidar que dicha instalación va a implicar, necesariamente, una alteración de elementos comunes (la perforación de forjados, para llevar las canalizaciones desde el cuarto de contadores hasta el punto de recarga, las dichas canalizaciones, que discurrirán por el garaje hasta dicho punto, o los contadores, uno de los cuales estará en el cuadro general). Y no cabe olvidar que una cosa es que, como afirma la SAP Valencia (Secc. 8), núm. 22/2024, de 24 de enero, sea muy clara la voluntad del legislador de facilitar la utilización de este tipo de vehículos, como lo es que, conforme a dicho precepto, los propietarios no precisan de autorización para hacer dicha instalación —es claro que no— ; y se entiende que carecería de sentido (dicho precepto) si solo se autorizasen las instalaciones que no implicaran afección de elementos comunes, cosa, por otra parte, virtualmente imposible. Eso es una cosa, pero otra, que también hay que valorar para hacer una interpretación certera del repetido precepto, es que sea completamente indiferente cómo se haga. 

Porque no lo es, hay una información mínima que es razonable que haya que facilitar junto con la comunicación, además de las características básicas de la instalación, y de la identificación de los técnicos autorizados y de la empresa que va a ejecutar los trabajos. 

1º) Partiendo de que siempre habrá afección de elementos comunes, no es indiferente cual sea el alcance de esa afección, lo que está relacionado con los intereses del propietario solicitante —que va a realizar una instalación en servicio propio exclusivo, que en ocasiones se plasmará en una opción constructiva (y económica) frente a otras — que no tienen por qué prevalecer en todo caso, cualquiera que sea la opción elegida. Cabe la posibilidad de que esta sea la de menor afección posible para los elementos comunes (estructura y fábrica del edificio, al atravesar muros y forjados, además del recorrido hasta llegar al punto), pero también cabe la posibilidad de que sea la de mayor afección, o que afecte incluso a plazas privativas, atravesándolas para acortar el recorrido (y ahorrar costes); una afección que después habría que multiplicar por cada una de las instalaciones que sucesivamente se fueran sumando, cada una con sus particulares recorridos. 


En este sentido la SAP Madrid (Secc. 14), núm. 544/2023, de 21 de diciembre —en clara oposición a la citada de Valencia—, rechaza que exista para los propietarios una facultad, incondicionada, de instalar en la propia plaza de garaje un punto de recarga para vehículo eléctrico, mediante simple comunicación a la comunidad, que prevalecería sobre la prohibición que dicha Ley impone a los copropietarios (artículo 7.1) de realizar alteración alguna en el resto del inmueble. Y afirma que «Tal planteamiento es erróneo. Pues el derecho de instalar puntos de recarga para vehículos eléctricos, cuando entraña alterar la estructura o fábrica del edificio, o de sus elementos comunes, y en cuanto atañe a esa alteración, se supedita a la autorización de la Junta de Propietarios respecto de la forma de ejercicio del derecho. Y si bien la autorización de la Comunidad no puede encubrir negativas, u obstáculos injustificado, en modo alguno puede obviarse por cada uno de los propietarios individuales que pretenda ejercer su derecho de instalar su propio punto de recarga. De modo que la Junta conserva la facultad de imponer los requisitos técnicos y administrativos exigibles, y determinar la forma de instalación que ocasione menor perjuicio a los elementos comunes afectados». 

2º) Pero queda otro punto, relacionado con el problema que se puede plantear si el numero de interesados en realizar ese tipo de instalaciones se multiplica. Puede llegar el momento de que la instalación general y la acometida no sean suficientes para atender la demanda, lo que implicaría la necesidad de una ampliación que puede conllevar importantes desembolsos económicos que muchos propietarios no estarán dispuestos a asumir. Ello obligaría, de momento, a pedir que la información facilitada para cada nueva instalación de un punto de recarga comprenda la evaluación de en qué medida la instalación general será capaz de atender las nuevas exigencias (más allá de la propia instalación a que se refiere), una exigencia sencilla de cumplir puesto que la ITC ya exige, de hecho, que en todo caso, pero especialmente en edificios existentes, el diseñador de la instalación compruebe que no se sobrepasa la intensidad admisible de la línea general de alimentación, teniendo en cuenta la potencia prevista de cada estación de recarga, y que es posible también calcular el número máximo de estaciones de recarga posibles. 

Es posible esperar a que se produzcan y acumulen los problemas, y es posible anticiparse. 

Cómo hacerlo, para aprobar acuerdos en junta de propietarios que sean razonables y defendibles, para evitar mayores afecciones que las imprescindibles, y para anticiparse al problema de la creciente demanda de vehículos eléctricos, es un problema interesante, a resolver caso por caso, con un equipo mixto, jurídico y técnico, que sea capaz de dar respuesta a esos desafíos. 

 

José Ignacio Martínez Pallarés

Abogado


miércoles, 13 de agosto de 2025

A propósito de X

 

La llamaremos X. No está claro como pudo adquirir una vivienda nueva, a estrenar,  en una concreta comunidad de propietarios en el centro de la ciudad, dado que no se le conocía oficio —los rumores apuntaban a un golpe de suerte familiar, jugando a la lotería— pero junto a su pareja fue, sin duda, un elemento esencial para que, quienes la integraban, recién llegados también al edificio, que hasta entonces no tenían mayor trato que el convencional, comenzaran a tenerlo; fue la argamasa que les unió firmes durante una generación. La siguiente lo olvidó, como un mal sueño. No fueron ajenas a tal efecto determinadas costumbres de X, no compartidas por sus vecinos, como la de lanzar las bolsas de basura por el balcón, baldear la vivienda en lugar de fregarla, llevando el agua, que se desparramaba generosamente desde el balcón, todos los restos, imaginables o no, de la vida cotidiana (eso sí, solo cuando tocaba); o determinadas licencias, como cuando, sin consultar previamente a la junta, se las arregló para crear un refugio climático en el patio común, cuyo uso y disfrute tenía atribuido. Lo hizo por la vía, imaginativa sin duda, de colocar un tablacho en el hueco de la puerta de acceso, y proceder a su inundación, para poder bañarse como si de una piscina se tratara con sus niños, que, la verdad, justo es decirlo, la gozaron en grande, como se podía adivinar por las risas y los gritos que proferían. 

X y su pareja tenían, además, una especial relación de dominio, de goce y disfrute, con la mugre que ellos mismos generaban. He dicho que lanzaban las bolas de basura por la ventana. No es del todo justo, lo habitual es que la arrastraran desde su vivienda por el rellano, escalera y zaguán de entrada, dejando un rastro, con el tiempo indeleble, que excusaba de tener que hacer mayores averiguaciones sobre su autoría. Tampoco le importaba en demasía, y así se lo hizo saber a la persona encargada de la limpieza para que se abstuviera de limpiar «su» rellano, aunque, obviamente hubo que reforzar la limpieza del resto, lo que implicó un sobrecoste nada despreciable a repartir entre el resto de los vecinos; eran pocos, y olvidé decir, aunque seguro lo habrán intuido, que tampoco pagaba la comunidad. Lo de las reglas y normas no iba con X, aunque no puede decirse que fuera un alma libre, ni atormentada, era simplemente lo que daba la mata. 

La comunidad llegó a plantearse si sería posible repercutir el mayor gasto —las limpiezas extraordinarias— a X, por el simple expediente de aprobarlo en junta y que así quedara reflejado en la liquidación que se practicara, junto a las cuotas de comunidad y, tal vez, las cámaras de seguridad por si se volvía mas cautelosa. ¿Era posible? ¿Es posible? 

Sobre este punto, en un caso solo fácticamente muy similar, se pronunciaba la Sección 19 de la Audiencia Provincial de Barcelona, S. núm. 16/2018, de 18 de enero, sobre la aprobación en junta de propietarios de un acuerdo para atribuir en exclusiva a la propietaria de una vivienda el gasto por las limpiezas extraordinarias que se derivaran de sus conductas incívicas, consistentes en ensuciar (hay que entender que a conciencia y con voluntad) el vestíbulo, así como el coste de instalación de cámaras de seguridad para así acreditarlo mejor. Este último punto se cayó justamente, en el juzgado y así fue confirmado por la Audiencia, por razón que no admite reparo, y es que no estaba en el orden del día, pero no sucedió así con el punto principal, que sí lo estaba. 

El acerbo probatorio justificaba sobradamente los actos vandálicos, con lo que la cuestión se ceñía —y así se planteó por su defensa— a sí la Junta tenía o no competencias para imponer sanciones e indemnizaciones económicas a comuneros, a rechazar que el mecanismo para combatir sus actos incívicos fuera imputarle el mayor gasto que ello suponía, defendiendo que el mecanismo legal previsto en su caso era instar la acción de cesación, y que dicho acuerdo implicaba una modificación de las cuotas de pago de un servicio, el de limpieza, que se hacía por coeficientes, que no se había adoptado por unanimidad, porque ella había votado en contra. 

La Audiencia Provincial de Barcelona señaló, con precisión, que no era objeto del pleito el ejercicio de una acción de cesación, y que tampoco se trataba de imponer una sanción, ni una indemnización, sino de la competencia de la Junta de Propietarios para repartir un gasto concreto y determinado, como es la limpieza del vestíbulo, a un departamento concreto, cuando se constatara un hecho incívico que se pudiera atribuir a su propietario, y afirmó que sí era posible, por, resumidamente, las siguientes razones:

 1º) Que la Junta de propietarios es el órgano supremo de la comunidad y como tal tiene entre otras las facultades enumeradas en el artículo 553-19CCCAT como mínimo, destacando el punto 2 letra f) el establecimiento o la modificación de criterios generales para fijar las cuotas.

 

2º) Que en este caso no se modificó la cuota de participación en los elementos comunes, sino que se estableció una contribución especial sobre un concreto gasto a un departamento, es decir se modificó el régimen ordinario de reparto establecido en el título de constitución de la finca a un propietario individual en cuanto a un gasto determinado por constatarse su actuación incívica.

 

3º) Que es doctrina constante, uniforme, y reiterada que la contribución a los gastos conforme al coeficiente previsto en el título de constitución no es una regla absoluta, pudiendo distinguirse en el régimen jurídico de la propiedad horizontal del Código Civil de Cataluña (CCC), entre:

 

a) La determinación o la modificación, de las cuotas de participación previstas en el título constitutivo, para lo que se requiere la unanimidad, conforme al artículo 553.3.4 del CCC.

 

b) La determinación, o la modificación, de la forma de contribuir a los gastos comunes, o del sistema de repartir los gastos, sin alterar la cuota prevista en el título de constitución, para lo que basta el acuerdo de la junta de propietarios, según lo previsto en el artículo 553.3.1.c) del CCC, según el cual la cuota de participación establece la distribución de los gastos y el reparto de los ingresos, «salvo pacto en contrario». En cuanto a las mayorías necesarias para dicho, a su vez, es necesario distinguir entre:  b1) si el acuerdo que consiste en adoptar el régimen de distribución por cuotas del título constitutivo, para lo que bastaría la mayoría simple, nada distinto de lo que sucede en territorio común con la LPH 1960; o sí, b2) el acuerdo consiste en adoptar un régimen distinto de la distribución por cuotas del título constitutivo, en cuyo caso es necesaria la mayoría reforzada del artículo 553.25.2 del CCC, eso es, el voto favorable de las cuatro quintas partes de los propietarios, que deben representar las cuatro quintas partes de las cuotas de participación.

 

Por lo tanto, la Junta era soberana para imputar el reparto de un gasto a un copropietario de manera distinta a la cuota de participación, siempre que se reuniere la mayoría cualificada de 4/5, lo que ocurrió en el caso concreto enjuiciado, siendo válido el acuerdo consistente  en la atribución «por exclusiva al departamento de la actora de los gastos de limpieza a contratar a empresa especializada a consecuencia de los actos incívicos y contrarios a la normal y ordenada convivencia pacífica de los comuneros que realice la actora», sin que se pudiera considerar una condena de futuro, sino una modificación de reparto de un gasto concreto y determinado a consecuencia de los actos incívicos deliberados y voluntarios, constatados y continuados y desarrollados por la propietaria del departamento en el vestíbulo de la finca, contrarios a la normal y ordinaria convivencia de la Comunidad».

 

Llegado este punto, cabe preguntare si es factible dicha solución en otros territorios, los regidos por la LPH 1960, y la respuesta nos la da el mismo tribunal, cuando señala que, «para la adopción de un acuerdo que consiste en el reparto de los gastos entre los copropietarios de modo distinto al previsto en el título constitutivo, basta la mayoría reforzada del artículo 553.25.2 del Código Civil de Cataluña, y no es necesaria la unanimidad, a diferencia de lo exigido en el ámbito de aplicación del derecho español por el artículo 17.1ª de la Ley 49/1960, de 21 de julio, sobre Propiedad Horizontal en la redacción de la Ley 8/1999, de 6 de abril, que requiere la unanimidad para la validez de los acuerdos que impliquen la aprobación o modificación de las reglas contenidas en el título constitutivo de la propiedad horizontal o en las estatutos de la comunidad, razón por la cual, el acuerdo es nulo si no es adoptado por unanimidad de los copropietarios».

 

Y no es consuelo que, como afirma el mismo tribunal, se haya «matizado por la doctrina la consecuencia jurídica de la ausencia de unanimidad (Sentencia del Tribunal Supremo de 24 de septiembre de 1991), en el sentido de que la regla de la unanimidad si no es observada, dará lugar a la anulabilidad del acuerdo, pero no produce su nulidad de pleno derecho"», porque, de aprobarse en junta un acuerdo semejante, en caso de impugnarse judicialmente —pongamos el caso, por X— el resultado seria muy distinto, y

 

Nunca se sabrá si hubiera servido para algo con X, ya he dicho que estaba al margen de reglas y convenciones, pero hay a quienes si les podría doler eso de tener que asumir las consecuencias de los propios actos, y podría ayudar a prevenir determinadas conductas simplemente el hecho de invertir quien tiene que ir detrás de quién, sin perjuicio claro está del derecho a impugnar y a defenderse, previo recurso a un MASC, eso sí.

 

J. Ignacio Martínez Pallarés

Abogado


sábado, 9 de agosto de 2025

Ni evolución ni progreso, "todo es un nuevo recomenzar desde el mismo principio del que se ha partido".

 

De la introducción en el libro de "De la litigación a la avenencia, ¿por el camino de las prímulas?" [pp. 21-23],  a propósito de los sucesivos anteproyectos y  proyectos que  querían imponer  la mediación obligatoria como requisito de procedibilidad,  planteando una falsa disyuntiva: algo hay que hacer, no hacer nada no es una opción, luego hay que imponer la mediación.

"Lo cierto es que la alternativa cero, esto es, no hacer nada, —a la que se refería la Memoria de Impacto Normativo de este último Proyecto de Ley— no es en realidad una verdadera alternativa para evaluar la imposición de cualquier medio para la solución extra jurisdiccional de conflictos, y esta tampoco; pero no tanto porque pueda suponer una restricción del derecho de acceso a los tribunales, como parte del derecho constitucional a la tutela judicial efectiva —que no lo será siempre que dicha imposición sea proporcionada y, efectivamente no la implique, claro está[9]— , sino porque no es útil, no es práctica, porque no sirve al fin pretendido, si este es que los ciudadanos resuelvan sus conflictos a través de la mediación u otros medios distintos de la jurisdicción.

 Descartada la falsa disyuntiva planteada, aceptando que algo hay que hacer, rechazando que dé igual qué sea ese algo que haya que hacer, y puesto que es forzoso pensar que se volverá a intentar imponer ese requisito del recurso previo a un ADR/MASC como presupuesto de inicio  del proceso jurisdiccional, si no directamente a la mediación sin contemplar otras opciones,  es inevitable examinar qué se ha hecho en los países en los que se han implantado esos sistemas alternativos, y han tenido éxito, si es que se puede calificar de éxito el simple hecho de su implantación.

 Y es que se suele traer a colación el éxito que los sistemas ADR/MASC, y la mediación entre ellos, han tenido en los países anglosajones, en particular en los Estados Unidos de América (EE.UU.), pero también en Gran Bretaña, países en los que es cierto que existe una fuerte implantación de estos sistemas, y solo un porcentaje muy pequeño de los asuntos que llegan a los juzgados (entre el 3% y el 8%) son finalmente resueltos mediante una sentencia, atribuyéndose a una mayor «cultura de la mediación» de la que careceríamos. Pero no puede afirmarse a priori, sin mayores cuestionamientos, ni que eso sea así, ni que sea un éxito en términos de eficacia y eficiencia, no solo privada sino también pública, algo que también es una premisa que habría que justificar, porque no está nada claro que sea así. Y tampoco se puede pretender entenderlo al margen de las características e instituciones propias del sistema procesal civil y del modelo de justicia norteamericano, desde donde se ha exportado a otros países; se trata de un sistema que por sus particularidades ha llegado ser denominado como el American Way of Law, que habrá que poner en relación con las características, principios e instituciones que rigen en general en los sistemas procesales civiles europeos-continentales, aun cuando no sea posible hablar de un proceso europeo continental, y con los principios y objetivos de los sistemas judiciales europeo-continentales. El estudio de la evolución de los sistemas procesales civiles continentales a partir de los modelos francés y austríaco-alemán, y el estudio de los antecedentes del sistema procesal civil español, como siempre que se recurre a la historia, comprobaremos que nos puede deparar sorpresas, algunas «deliciosas», y llevarnos a la conclusión, como al personaje de «El lector», de que no hay ni evolución ni progreso en la historia del Derecho, que todo es un nuevo recomenzar desde el mismo principio del que se ha partido[10]".

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[9] En este sentido se manifestaba nuestro Tribunal Constitucional, en relación con la conciliación previa en el procedimiento laboral, pero el mismo principio sería aplicable a la mediación o a cualquier otro ADR/MASC que se impusiera como presupuesto para recurrir a la jurisdicción. La STC 75/2001, de 26 de marzo, señala que es «preciso recordar que el trámite pre-procesal de intento de conciliación previa en el procedimiento laboral (artículo 63 LPL) tiene por finalidad posibilitar, antes de iniciarse el proceso, un acuerdo que lo evite, con las naturales consecuencias de celeridad y de ahorro de energía procesal (por todas, STC 354/1993, de 29 de noviembre [RTC 1993, 354], F. 4), y que, según ha manifestado reiteradamente este Tribunal, resulta compatible con el derecho a la tutela judicial efectiva (artículo 24.1 CE) porque, ni excluye el conocimiento jurisdiccional de la cuestión controvertida, al suponer simplemente un aplazamiento de la intervención judicial, ni se trata de un trámite desproporcionado o injustificado, al procurar una solución extraprocesal de la controversia que beneficia tanto a las partes como al sistema judicial (por todas, STC 217/1991, de 4 de noviembre [RTC 1991, 217] , F. 5)».

[10] Reflexiona el personaje, Michel Berg, sobre cómo se funden el pasado y el presente en una sola realidad vital, y dice: «La primera vez que disfruté de veras fue cuando empecé a estudiar las legislaciones y proyectos de ley de la época de la Ilustración. Eran textos animados por la fe en la bondad innata del mundo, y por lo tanto en la posibilidad de regular formalmente esa bondad. Me llenaba de gozo ver cómo de esa fe surgían postulados del buen ordenamiento social, que después se reunían en leyes que tienen belleza, una belleza que es la única prueba de su verdad. Durante mucho tiempo creí que existía el progreso en la historia del Derecho, y que, a pesar de los terribles encontronazos y retrocesos, podía apreciarse un avance hacia una mayor belleza y verdad, racionalidad y humanidad. Desde que sé que esa creencia es quimérica, manejo otro concepto de la andadura de la historia del Derecho. La veo encarada hacia un objetivo, pero ese objetivo, al que se llega por un camino sembrado de obstáculos, malentendidos y deslumbramientos, es el mismo principio del que se ha partido, y del que, apenas ha llegado, debe volver a partir». SCHLINK, B. El lector. Anagrama, Barcelona, 2020, pp. 170-171.